El Güillanguille
Por culpa del Güillanguille, todos los ecuatorianos desconfían de los inocentes. Desde tiempos remotos saben que tras los seres aparentemente más inofensivos puede esconderse una bestia perversa. El mal seduce a los incautos con innumerables caretas, jamás hay que creer en el engaño de los propios ojos y es preciso recelar de las cosas más cándidas porque éstas son justamente las que ocultan a las alimañas más peligrosas.
El Güillanguille atrae a sus presas con un llanto lastimero de niño desvalido. Se le oye en los montes de noche y de día, y también se le escucha en los callejones más oscuros de los pueblos y las ciudades. La futura víctima se acerca preocupada por la criatura y descubre a un bebé de pocos meses de nacido, en pañales y abandonado. ¿Y cómo resistirse a su llanto y a su rostro angelical, cómo resistirse a su desamparo y sobre todo a su sonrisa inocente que le ilumina el rostro cuando se le dan las primeras atenciones y caricias? El instinto maternal o paternal de la víctima se desata con tanto vigor que no existe nadie que haya sido capaz de dejar abandonado aquel bebé después de haberle visto por primera vez. Y así la mujer o el hombre de turno recoge a la criatura y se apresura a buscarle alimento, pero a los pocos metros se asombra porque el bebé ha crecido de tamaño y ha comenzado a articular palabras. Ahora es un niño amoroso que nos llama «papá, papito...» y que pronto nos dirá: «Papito, papito... Mírame. Yo tengo dientes».
Entonces comprobaremos con pavor cómo sus encías infantiles están plagadas de dientes puntiagudos y afilados, y sin embargo seguiremos llevándolo en brazos porque nos continúa llamando «papá, papito...» y porque quiere contarnos muchas más cosas.
El mito del Güillanguille surgió en tiempos de íncubos y súcubos, en plena Inquisición durante la Colonia, y ha circulado de boca en boca de los campos a los pueblos y viceversa. Los viajeros lo han llevado desde Ecuador a todos los rincones de Latinoamérica y muchos inmigrantes dicen haber oído sus lamentos en las haciendas de Texas, Estados Unidos, donde curiosamente se le asocia a la Llorona. Güillanguille significa 'llorón' e incluso algunos creen que se trata del hijo de la Llorona, pero a diferencia de ella no va anunciando desgracias, sino causándolas directamente.
Luego sentiremos que el bebé ha aumentado más de tamaño y de peso en nuestros brazos, y nos dice: «Papá, papito... Mírame. Tengo uñas».
Y un escalofrío nos sacudirá el cuerpo cuando veamos sus uñas filosas en lo que hace poco eran manos y pies infantiles, y ahora garras peludas de fiera salvaje. El niño añadirá: «Mírame, papá... También tengo rabo».
Y el terror se apoderará de nosotros cuando veamos emerger de los pañales un largo rabo, que le nace desde el final de la espalda y que ondula ante nuestros ojos como una serpiente venenosa. Esta será una de las últimas visiones que tengamos del Güillanguille, porque a la velocidad del rayo ese rabo se enredará en nuestro cuello y apretará y apretará hasta matarnos.
Dice la leyenda que el Güillanguille es el alma de un niño que ha muerto sin recibir el agua bendita del bautismo. Este engendro vaga por las inmediaciones del lugar donde ha sido sepultado, ataca principalmente a las personas de mal vivir y los ecuatorianos aseguran que es el peor escarmiento de todo buen samaritano. Al parecer, el único recurso para librarse de él es echarle agua bendita, ¿pero cuántos de nosotros llevamos agua bendita en el bolsillo para emergencias como ésta? De modo que la tradición oral aconseja: si usted oye el llanto de un niño abandonado, nunca se detenga, siga de largo y apresure el paso para preservar su vida.
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